Sombras de Cama
28/04/2023
Autor: Joselin Daned Contreras Maceda

 Relato ganador de Mención honorífica en el IV Certamen de cuento “Alas de la Memoria”.

—No te duermas, Mamá– le dijo Jan al menos unas mil veces a su abuelita cuando era pequeña.

Solía viajar en vacaciones al pueblo de la familia de su papá, uno donde no había semáforos, ni Oxxos, ni palacio de gobierno, sólo tenía una farmacia, una iglesia y un parquecito. En algún momento había existido un balneario y Jan nadó una que otra vez en él, pero no tuvo suficiente concurrencia, porque la gente prefería ir a nadar a los ríos donde no tenían que pagar nada por andar en calzones en al agua, así que lo cerraron.

El pueblo era caliente y lluvioso. En días, bajaba neblina, llovía a cántaros y cantaba el cielo. En días, bailaba el sol hirviente, corría la brisa (después de las 6) y cantaba el suelo. Era un pueblo lleno de lloronas –según su tía Nani, quien tenía un millar de historias que le contaba todos los veranos– y Jan no sabía por qué lo decía y prefería no preguntar, porque su tía le respondería con una letanía que ella posiblemente no iba a entender.

Camino al pueblo, en el último asiento de la última fila del autobús, Jan siempre iba sacando la cabeza por la ventana. Veía en diferentes lugares portones al estilo de los años 60’s, de esos que construyeron en pueblos pensando que algún día serían ciudades. Pero jamás fue así. Se quedaron olvidadas a la orilla del camino, todas bonitas y polveadas. La casa de Mamá era una de esas: grande, bonita, pero no polveada.

—No estoy durmiendo, sólo estoy descansando mis ojos– respondía siempre Mamá, aunque Jan estaba segurísima que sí lo estaba.

A la niña le daba pavor quedarse sola, tenía el miedo abismal de que, en cualquier momento, saliera el coco de debajo de la cama (la cama enorme de Mamá, donde siempre se echaba a dormir la siesta, o bueno, “descansar sus ojos”), o que, el lobo saldría de la finca y se la comería, como a Caperucita, o que incluso, la Llorona de a de veras vendría desde el río (que estaba atrás de la casa de su abuelita) y se la llevaría con ella.

En todos los casos, los monstruos siempre aparecerían mientras Mamá tuviera los ojos cerrados. Jan pensaba que su abuelita tenía magia: las bestias le temían y las criaturas malas le huían, con sus plantitas protegía la casa y con sus cantos espantaba a las visitas no deseadas. Por esto mismo era vital mantenerla despierta, con sus ojitos verdes cristalinos atentos, para que pudiera protegerla.

Al medio día (todos los días) llegaba la mamá de Mamá a comer. Entraba por la puerta de atrás, se sentaba en la primera silla de la mesa y comía en silencio. Jan siempre se escondía, no porque le diera miedo, sino porque Mita (la mamá de Mamá) la quería mucho. Jugaban a las escondidas: salía de un brinco de detrás de la puerta, debajo de la mesa y dentro del ropero. Jamás la espantaba, porque Jan se reía mucho sin querer y Mita siempre sabía dónde estaba.

Cosas como ésta eran las que pasaban por su mente de camino al pueblo. No siempre, claro, pero esta vez sí. Jan ahora tenía 18, iba dentro de un carro azul y se dirigía a la casa de Mamá. Era triste, porque no se acordaba bien de la primera vez que una situación como la que la llevaba al pueblo había sucedido, una de muerte. No sabía cómo habían llegado aquella vez (si en autobús o en auto), ni cuándo, ni a qué hora, ni nada. Sólo que su mamá (la de a de veras, la que la parió) no estaba ahí. Su padre y Jan habían salido juntos, pero ella se había quedado en el trabajo.

Tenía seis años, y recordaba vagamente lo que había sucedido. Se acordaba de la casa, de la pared y de la cama donde Mita estaba. También que, para no dar lata, la habían dejado leyendo un libro. La sentaron en la sala, frente al televisor y se quedó calladita, “Un candadito nos vamos a poner”, cantaba en su mente, como la maestra Mary le había enseñado.

Oía murmuros, narices moquientas y una voz débil que cada vez se hacía más bajita en la otra habitación. La voz jamás preguntó por ella.

Vino el cura al poco tiempo y se le hizo muy raro, porque no era domingo. No hubo mucha gente por ahí en realidad. Ellos llegaron después: después de que su padre hubiese salido llorando del cuarto de a lado, después de que Mita se fuera. Entonces aparecieron familiares por todos lados, algunos ni siquiera los conocía. Se refería a cada señor y señora como “tío” y “tía”, aunque no sabía si lo fuesen. Todos al parecer la conocían “¿de quién eres?”, le preguntaban. “De Chai”, ella contestaba, refiriéndose al apodo de su padre, y de inmediato asentían y le daban el pésame.

En el panteón llovió. Podía recordar sus botas sucias de lodo y que Mamá, en algún momento, había resbalado y caído de sentón. A nadie le dio risa, todos estaban muy calladitos: muy tristes, muy grises. Los pocos detalles que recordaba de esos días no le pesaban. Eran recuerdos que volaban como globos, amarrados a su muñeca izquierda.

La segunda vez que una cosa de esas sucedió fue cuando tenía 15. La mamá de su mejor amiga, Lex, llevaba meses con cáncer. Jamás lo confesó en voz alta, pero lo intuyó cuando perdió el cabello a causa de las quimioterapias. Una vez, a la hora de salida, la vio en la puerta de la entrada: enredada con un pañuelo de color rosa brillante alrededor de la cabeza, lucía radiante.

Lex la había llamado llorando la misma noche que se estrenó la obra de teatro que cerraba su último ciclo de secundaria. Su padre condujo rápido hasta su casa y, al llegar, la abrazó una hora seguida. De nuevo, todos estaban en silencio. La tristeza de la casa le invadió los huesos y sintió mucho frío.

Al siguiente día, en el velorio, vio a la abuela de Lex llorar mucho, y también al prometido de su madre (estaban en planes de boda antes de que sucediera todo aquello). Él no se despegó del féretro y humedeció toda la parte de enfrente de su camisa de satén negra. Pero Lex no lo hizo. Se quedó en silencio junto a su hermano, hasta delante de todo el gentío, con la mirada seria, la espalda recta y las manos juntas.

Jan de vez en cuando recordaba los ojos vacíos de Lex: secos, deshidratados, desahuciados. No pasó mucho tiempo después de eso cuando dejaron de hablar. Cambiaron de escuela y sólo de vez en cuando compartían mensajes de texto cortos. Muchas veces Jan soñaba con la madre de Lex, llamándola y diciendo “Mi niña, mi niña”. Despertaba llorando, tratando de tocarla, de rescatarla de caer por el precipicio abrumador y negro que tenía de frente.

Toda esa tristeza la había vivido a través de otros. Había sentido el dolor de Lex: le empapaba las mejillas y bajaba por su pecho, pero no era suyo. Ahora veía todo lejano, había pasado hacía muchos años.  Pero esto era suyo. Las memorias con Mamá le pertenecían, no eran prestadas. Las idas al pueblo cercano a comer churros ensalsados con chocolate, papas atascadas de queso derretido, caminatas a la finca y los miles de mangos que comían en temporada.

La tía Nani tía era una acumuladora. Cada que estaban en casa había un montón de cosas por doquier. Si buscabas bien, podías encontrarte con tesoros. Cuando llegaron, la casa estaba limpia. Amplia, vacía, callada: como aquella vez. Mamá estaba acostada, en el mismo cuarto, en la misma posición, con el foco acomodado de la misma manera.

Todos los hijos estaban ahí. Eso le dijeron a ella. Pero Jan sabía que mamá no se lo compraba. Estaba cansada, con los ojos cristalinos apenas abiertos y casi no podía hablar. Pero aún estaba despierta, cuerda. No estaban todos, faltaba una. Llevaba faltando una desde hacía mucho tiempo...

De los 5 hijos, la mayor se había ido unos cuantos miles de minutos atrás. Peleas y discusiones de las que Jan no sabía mucho, porque cuando sucedieron no le dieron explicaciones, sólo le dijeron que la tía Lisa no iba a venir más. Y dejó de verla en navidades, en vacaciones calurosas a la playa y en agostos llenos de viento. Mamá fue la que menos opinó al respecto, pero su tristeza era evidente. Algunas plantitas murieron y tiró varias tazas a la basura, de las que su hija siempre le llevaba de sus viajes.

Jan se acercó a Mamá (con dolencia, con sigilo), la besó en la frente y la tomó de la mano. Su piel estaba calientita y suave, pero después de un rato, comenzó a quemar. Se preguntó si en realidad así era la muerte. Hirviente, quemante. Trató de buscar a una figura negra encapuchada por la habitación. Detrás del televisor, debajo de la cama, frente al tocador. No había nada. Quería verla, decirle que se fuera a pasear un ratito más. Que quería llevar de nuevo a Mamá a las montañas, a la playa, al campo, a la finca a cortar café. Que quería oírla hablar de sus historias de nuevo, de cuando se vestía como muñeca y se sentaba frente a la ventana, viendo a la gente pasar los domingos, subiendo a la iglesia.

Mamá no platicaba mucho y se la pasaba mirando a la ventana, con ojos tristes y cejas ceñidas. No podía levantarse de la cama, estaba muy débil, muy triste, muy cansada. Le contó a Jan, en uno de sus ratos de lucidez que le daban por las tardes, que de noche ella se salía a andar: se ponía sus zapatos, caminaba por la casa y se iba a la calle. Visitaba la iglesia, acariciaba a los gatos y cuidaba sus plantitas. También le contó que había quien miraba por la ventana en las noches. Se paseaban frente a ella, inmóviles, con los ojos puestos en el interior.

Jan pensó entonces que era la sombra encapuchada que había buscado con anterioridad, que Mamá, con sus ojitos claros la había descubierto. La chica ansiaba verla, le quería rogar, pedirle que se fuera: “Sé que eres tú, que rondas por aquí, vestida de civil. Y quiero que te vayas, por favor, dame un ratito más, unos días más, unas vidas más”.

“Es sólo gente que anda muy de noche”, dijo la tía Nani, sorbiéndose la nariz. Jan no se había dado cuenta de que ella estaba sentada a pies de Mamá. La señora siempre contaba historias de personas que ya se habían ido. Jan recordaba mucho aquella de la niña de diez años y que, como Judas Iscariote, se colgó en Semana Santa. “Por eso hay que trabajar mucho, para no pensar”, había dicho su tía, tratando de evitar comentar nada más.

En ese momento, Nani veía a su madre con ojos perdidos, ojos vacíos. Jan sintió una punzada de pánico en el centro del pecho, quiso abrazar a las dos mujeres que tenía cerca, pero no podía hacerlo, porque podría lastimar a Mamá, y a su tía no le gustaba el contacto físico. Así que, perniciosamente, sólo se quedó mirando al suelo. Pasado un rato, volvió a mirar a Nani, quien seguía observando de la misma manera a Mamá.

—¿Por qué es un pueblo de lloronas? –preguntó Jan, sin pensarlo.

—Porque todas le lloramos a la muerte –contestó Nani de la misma manera, con los mismos ojos perdidos.

Después, la mujer se levantó, se sacudió la falda y se fue a la cocina. Jan se quedó sola con Mamá, la tele estaba de fondo, se acurrucó a su lado y pensó entonces (por un momento), que podía quedarse, que no tenía que irse jamás. Que viviría siempre en sus brazos, enredada en la cobija azul de lana y mirando televisión. El sueño comenzaba a cubrir su mente: dentro de Jan todo estaba callado. No había voces, ni susurros ni ruidos raros. Ni siquiera se escuchaba respirar. Acarició el interior de su mente, a través de las rugosas hendiduras alrededor de sus pensamientos (todos dormidos). Caminó hacia una vereda oscura, una parecida por la que andaba cuando soñaba con la mamá de Lex y se detuvo, miedosa. Deseaba ver sol, claridad en algún lugar. Porque las cosas a la luz se ven preciosas, pero en la oscuridad toman su verdadera forma. Porque nadie los ve, no hay ojos que los examinen. Se retuercen, metamorfosean, cantan y florecen. Se yerguen en luces sombrías, levantan la mirada hacia donde viene el sol y se esconden de ella con vergüenza.

Rápido, despertó hundida, inmóvil y con una postura fija, como si no se hubiese movido ni un centímetro en todo el rato. Parpadeó un par de veces y sintió presión en el pecho, era de noche, todo estaba apagado. Inhaló hondo y trató de llenar lo más posible los pulmones. Exhaló, pero la incomodidad seguía ahí. No notó que estaba sudando hasta que llevó su mano a la frente, tratando de darle un respiro a su apanicada mente.

No sabía la hora que era, ni qué día, ni si alguien seguía despierto en la casa. Levantó el torso de la cama y volteó a ver a Mamá, y de inmediato, la embargaron las ganas de llorar y llenarse en lágrimas: Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, como buscando respuestas, como buscando vida y, aun así, vacíos, con la magia escapando de ellos.

—Mamá, no te duermas, por favor –dijo por mil y una veces a su abuelita, susurrando (mutilada, con la lengua adormilada). Después, las sombras engulleron la cama.