La monarquía (segunda de dos partes)
24/05/2023
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Decano de Ciencias Sociales

Por lo que pudimos ver en nuestra columna de hace una semana, existen diferentes matices en las monarquías actuales, lo que se refleja principalmente en las facultades que los reyes tienen en sus manos. Es por ello que los monarcas europeos, por ejemplo, que conviven con gobiernos de tipo parlamentario, prácticamente no gozan de ningún poder de gobierno. Sin embargo, el poder simbólico de las monarquías sigue muy fuerte, pues esta forma de gobierno es la más antigua que sobrevive y está unida a elementos religiosos e históricos igualmente poderosos y considerables. Así, Jesús es llamado, por ejemplo, “Rey de reyes”, y no “Presidente de presidentes”. Además, aunque ya solamente en el Reino Unido se llevan a cabo pomposas y solemnes ceremonias de coronación, como la que vimos hace unos días, el elemento sagrado está unido indisolublemente a la monarquía, como vemos no solamente en Europa, sino también en Japón. 

En nuestros días, existen países democráticos cuya forma de gobierno sigue siendo la monarquía, pero en los que los monarcas están sometidos a muy marcadas restricciones en el ejercicio del poder. Podríamos decir que reinan, pero no gobiernan. El gobierno está en manos de un gobierno civil, generalmente a cargo de un Primer Ministro. En estas “monarquías parlamentarias o constitucionales”, las reinas y los reyes no sólo están impedidos por la ley de tomar decisiones de gobierno por sí solos, sino que los parlamentos, los gobiernos y primeros ministros, electos por el pueblo, son quienes se encargan de formular las leyes, de aplicarlas, de ejercer el gobierno y de decidir el rumbo político de la cosa pública. Los monarcas en los países democráticos modernos dialogan con el gobierno, pero no interfieren en la toma de decisiones, se mantienen al margen de la discusión partidista y se apegan a lo que dictan las leyes acerca de sus tareas, facultades, obligaciones y derechos: firman decretos de ley, nombran a los jefes de gobierno siguiendo la decisión de los cuerpos colegiados competentes (parlamentos), reciben la dimisión del primer ministro en sus manos y, en ciertas circunstancias, disuelven al parlamento, entre otras tareas. Pero, sobre todo, los reyes actuales son los máximos representantes de su Estado en celebraciones y circunstancias oficiales, además de que, de manera ideal, deben gozar de una amplia autoridad moral, que vaya más allá de la lucha política cotidiana y de las rivalidades partidistas. Estas “monarquías parlamentarias”, llamadas también “monarquías constitucionales”, son nombradas así debido a que las tareas y funciones del monarca están ancladas en la constitución, que es a su vez producto de la deliberación parlamentaria democrática.

En cuanto a la historia de la monarquía, podemos afirmar que, con toda probabilidad, el comienzo de esta forma de gobierno fue la llamada “monarquía electiva”. Sabemos, por ejemplo, que los celtas y las tribus germánicas elegían a sus jefes tribales en función de su capacidad, si bien la mayoría de los líderes procedían de las familias más influyentes. Si el gobernante (rey o reyezuelo) fallecía, se procedía enseguida a proclamar o elegir a un nuevo líder, por ejemplo, por medio del llamado “levantamiento del escudo”, lo que sucedía después de una asamblea del pueblo, llamada “Thing”. Esta elevación del líder recién electo sobre un escudo era el acto legal de las tribus germánicas y celtas a la hora de elegir a su caudillo, especialmente en tiempos de guerra. Por eso, el término “elevación del escudo” también se utilizó en el sentido de "salida para la batalla".

No tenemos muchos testimonios acerca de este ceremonial, pero el célebre historiador romano Tacitus (c. 58-c.120), hablando de la tribu germana de los bataveres (en la actual Bélgica) y de cómo nombraron a Brino como su caudillo, afirma: “Bataver, impositusque scuto more gentis et sustinentium umeris vibratus dux deligitur”, es decir: “… siguiendo las costumbres de su tribu, fue colocado sobre su escudo, elevado sobre los hombros (de sus seguidores) y elegido como su caudillo”. Este período de la historia se llama período prefeudal y, por lo que vemos, tenía ciertos rasgos casi democráticos.

Muy pronto, sin embargo, la cristianización del continente europeo puso fin a cualquier práctica “democrática” heredada del pasado. La era de los gobernantes feudales comenzó con el emperador Constantino el Grande (c. 272-337), quien hizo que el cristianismo fuera socialmente aceptable con el Edicto de Milán (313) y lo colocó en pie de igualdad con otras religiones. Los príncipes de la Iglesia, que pronto surgieron, siempre lucharon por una alianza con los príncipes seculares gobernantes, particularmente en el oriente del Imperio, con el objetivo claro de aumentar el poder. Así, el “gobernante por la gracia de Dios” fue legitimado bajo ciertas condiciones por las iglesias romana y griega. Esto no solo aseguró una posición extremadamente privilegiada en la política, los negocios y la sociedad, sino también una enorme cuota de poder.

La Edad Media estuvo cada vez más dominada por las llamadas "monarquías hereditarias". Los dominios regionales del monarca fueron entregados a los señores como feudos, de ahí la denominación “señores feudales”. El sistema militar, político, legal y administrativo del reino funcionó bajo dicho modelo, pero la subdivisión cada vez mayor de las áreas feudales y la asignación de territorios de los señores feudales a otros seguidores suavizaron cada vez más el sistema. La monarquía absoluta, sin embargo, pudo prevalecer durante un tiempo. En una monarquía absoluta, el monarca también se conoce como “legibus absolutus”, pues él mismo no está sujeto a las leyes que promulga. Sin embargo, un ejemplo muy importante de monarquía electiva fue el sacro Imperio Romano Germánico, como ya hemos indicado en la primera parte de estas colaboraciones dedicadas a las monarquías.

Con el paso del tiempo, la nobleza renunció poco a poco a sus reclamos propios del sistema feudal a cambio de los privilegios correspondientes en el sistema militar y estatal. Un ejemplo destacado de monarca absoluto es sin duda el llamado “Rey Sol”, Luis XIV de Francia, a quien se atribuye falsamente la frase “L'État, c'est moi”, que, no obstante, bien pudo haber pronunciado. Sin embargo, el paso del tiempo y los reclamos cada vez más ruidosos de los ciudadanos y de la nobleza transformaron casi todas las monarquías absolutas sobrevivientes a monarquías más modernas, provistas ya con elementos de un orden básico republicano y democrático. Como monarquías absolutas existen hoy, con una interpretación un tanto laxa, el Vaticano, Brunei, Swazilandia y Arabia Saudita, entre otras. En Nepal, la monarquía fue abolida en 2006 y se proclamó una república.

En nuestros días, en una monarquía constitucional, el poder del monarca (rey, reina, emperador, príncipe) está severamente limitado por la constitución existente. El Estado está regido por el monarca, que puede deponer al gobierno que depende de él bajo ciertas circunstancias previstas en la ley. Un ejemplo de ello es el Principado de Mónaco o el Imperio Prusiano de 1871 a 1918. El Principado de Liechtenstein, por otro lado, es una monarquía hereditaria constitucional con fuertes influencias parlamentarias y democráticas.

La discusión acerca de qué tan conveniente siga siendo una monarquía en el siglo XXI es muy fuerte en las redes sociales y en los medios de comunicación, particularmente en Europa. No siempre se esgrimen argumentos sólidos, sino que se habla desde las emociones y percepciones. Es evidente que la tendencia es a que las monarquías desaparezcan, o que, al menos, sigan disminuyendo en número. Esto se puede comprobar con el hecho de que son más las monarquías que en las últimas décadas han desaparecido que el número de las que se han instituido.

En muchos países regidos por un monarca, como en el Reino Unido, los partidarios de abolir esta forma de gobierno han crecido últimamente en número, si bien no tanto como en España. Todo parece indicar que estas monarquías y las demás que aún existen, si desean sobrevivir, tendrán que garantizar tres elementos básicos ante sus respectivas naciones: tendrán que demostrar ante sus pueblos que siguen siendo una alternativa viable debido a que están encabezadas por monarcas con ideas, conducta y pensamiento modernos; sus representantes tendrán que ser percibidas por los ciudadanos como personas cercanas al pueblo y que se interesan por él; y, por último, deberán lograr dar la imagen de ser un grupo de personas que, si bien son privilegiadas, no constituyen una carga económica para los contribuyentes. Quizá esto sea lo más complicado.